El Real Oviedo ha vuelto a la Primera División después de tantos años y para muchos de nosotros, esto es un motivo de gran alegría. Los buenos recuerdos siempre están asociados a un olor, un sabor o una sensación específica y, en este caso, el regreso del equipo a la máxima categoría del fútbol español nos trae a la mente aquellos maravillosos años de finales de los 80 y comienzos de los 90.
Personalmente, tengo que admitir que estos recuerdos estaban un poco olvidados en mi mente, pero ahora, con el Real Oviedo de vuelta en Primera, vuelven a mi mente con gran intensidad. Y es que, ¿cómo no recordar aquellos domingos en los que el equipo jugaba en casa? Los partidos solían ser a las 17:00 y en mi casa, por decreto ley, se comía la fabada de mi madre, acompañada de mi abuela Amelia y sus deliciosos pasteles. Luego, subía al viejo Estadio Carlos Tartiere con mi padre, pasando por delante del famoso bar “Chiribí”, donde veía con envidia a los jóvenes que estaban de fiesta antes de llegar al “Riosa” o al “Tebas”, donde mi padre se tomaba su penúltima cerveza mientras yo esperaba ansioso para entrar al estadio, que para mí era el lugar más mágico del mundo.
Recuerdo que siempre llevaba conmigo un palo de madera con una tela azul y blanca, que hacía las veces de bandera, y una trompeta blanquiazul. Y es que en aquellos años, el ambiente en el fondo este del estadio era impresionante. Se petaban bengalas y botes de humo en los partidos importantes, creando una humareda que a veces retrasaba el inicio del encuentro. Y si además se encendía una ristra de petardos, el ambiente se volvía aún más loco y intimidante para el rival. Mi actividad “hooligan” se limitaba a subirme a la valla verde cada vez que el Real Oviedo marcaba un diana.
Aunque no tuve la oportunidad de ver a Carrete marcarle a Cruyff, estoy seguro de que Gorriarán lo hizo con la misma pasión cuando se enfrentó a Futre. Y es que, en términos futbolísticos, tengo una serie de recuerdos que me hacen sonreír cada vez que los evoco. Desde la dureza, por no decir violencia, con la que se enfrentaban Carlos y Lacatus a López y Juanito del Atlético de Madrid, hasta ver a Irureta en el banquillo, metido en un charco de agua con techo de cemento, intentando salir de allí para dar instrucciones a sus jugadores. Y cómo olvidar la forma en que despedíamos a los árbitros que venían a “robarnos” al Tartiere, lanzando almohadillas al campo mientras ellos se retiraban rodeados de policías con sus escudos, tratando de evitar todo lo que les lanzábamos sin piedad. Estoy seguro de que Martín Navarrete recuerda bien de lo que hablo.
Pero sin achares, lo que más echo de a salvo de aquellos derbis son las salidas al campo. Antes, el equipo rival salía primero para que el público pudiera expresar su cariño hacia ellos, y luego salía el Real Oviedo, momento en el que el estadio se venía abajo. Debo admitir que había un jugador del equipo rojiblanco que me desesperaba: Juan Carlos Ablanedo. Me parecía imposible marcarle un diana. Pero gracias a jugadores como Tomás, Hicks o incluso Bango en propia meta, mi particular “Freddy Krueger” fue desmontado. También es importante mencionar cómo han cambi